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Libertad económica en los paraísos fiscales II


Refugios de libertad

La presión fiscal, la política arancelaria y las diversas formas de intromisión del Estado en los asuntos de la gente son las causas principales, si no únicas, de que en el mundo existan hoy más de cuenta paraísos fiscales. Es una constante histórica que allí donde alguien intenta limitar la libertad humana, otro se ingenia un sistema para preservarla. No se trata de lugares gobernados por perversos políticos locales decididos a minar la “base fiscal” de los países “normales”, ni de jurisdicciones corrompidas por el dinero de malvados millonarios. Se trata de países y colonias que de forma absolutamente ética y legítima ofrecen a la gente un respiro, una válvula de escape frente a la persecución, es decir, un refugio. De ahí viene su nombre original en inglés: “tax havens” (refugios fiscales), mal traducido al español como “paraísos”. Aunque la palabra “paraísos” es bastante ajustada a la realidad, en contraposición con el infierno fiscal que representa la Hacienda pública de las jurisdicciones ordinarias, creo que el nombre original, “refugios”, da una idea más precisa de lo que acontece en esos lugares.

La gente se refugia, se asila. Y si siente esa necesidad es porque en sus lugares de origen ocurre algo injusto. Nadie se tomaría las molestias —y hasta los riesgos— de refugiarse en Liechtenstein o en las Bermudas si se le cobraran unos impuestos de un cinco o diez por ciento, si montar una compañía en los países “normales” fuera cuestión de horas y costara mil dólares, si la actividad empresarial o la simple gestión de los ahorros no fuera una carrera de obstáculos en la que uno percibe siempre en la nuca el aliento amenazador de esos perros de presa humanos: los inspectores de Hacienda.

Cuando una ley es injusta, la gente se resiste a cumplirla.
Así, miles de jóvenes en todo el mundo se han resistido a cumplir el servicio militar —y muchos han ido a prisión por ello— y las sociedades generalmente les han dado la razón, hasta el punto de que este intolerable abuso estatal sobre la vida, el tiempo, el cuerpo y el trabajo de las personas ha quedado socialmente deslegitimado y está siendo abolido país tras país. Pues bien, aunque tenga un estigma social a veces insoportable —fomentado por la propaganda estatal pagada con los impuestos de la misma gente a la que se dirige—, el hecho de refugiarse en un paraíso fiscal no dista mucho conceptualmente, mutatis mutandis, de la insumisión a otro supuesto deber como es éste de prestar servicio armado al país.

Una palabra viene de inmediato a la mente cuando se discute la justificación moral de las
obligaciones de toda índole que el Estado impone a las personas: “solidaridad”. La conclusión a la que el mundo está llegando tras las últimas décadas de rebelión individual en diferentes campos es que la solidaridad es una cualidad humana indisociable de la voluntad. Se puede incentivar pero no imponer, y suele aflorar por sí sola en cuantía suficiente —como demuestra el auge de las ONG— si se permite la actuación libre de la conciencia humana, en vez de organizarla desde un poder superior y paternal.

La solidaridad es demasiado importante para dejarla en manos de los burócratas, y la gente empieza a darse cuenta de ello. La solidaridad forzada no es solidaridad sino abuso y expolio, y si se puede justificar en algún caso sería en muy contadas y excepcionales ocasiones, jamás como un mecanismo sistemático, articulado y planificado desde el poder político.

¿Es insolidario el emigrante que se lleva su capacidad intelectual y física a otro país porque las condiciones laborales creadas por la legislación corporativista y mercantilista le hacen imposible encontrar empleo? ¿Es insolidario el joven que se niega a perder un año de su vida —o su vida entera— en el servicio militar a esa entelequia que llaman “patria”? ¿Es insolidario quien refugia su dinero fuera de las fronteras nacionales, harto de que el “Gran Hermano” le succione su patrimonio para alimentar un sistema caduco e ineficaz? Insolidarios son quienes, ante cualquiera de estas situaciones, criminalizan al individuo en lugar de replantearse el sistema.

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